Mi abuelo siempre estaba leyendo poemas. Se sentaba al sol junto a los rosales y tardaba mucho en pasar las hojas, leía lento las palabras y los espacios blancos. Leía y sonreía mirando a las rosas, otras veces movía los labios en silencio y los versos que no recitaba viajaban por el patio junto a nosotros. A mi abuelo se le pasaban las horas leyendo poemas, le brillaban los ojos cuando cerraba su libro favorito y lo acariciaba sonriendo.
Yo le miraba todas las tardes enfurruñada y
triste. Me gustaba mucho sentarme con él y verle tan feliz, pero su alegría no
me contagiaba. Yo siempre estaba seria, no como mis hermanas que pasaban el día jugando y riendo sin parar. Apenas las hablaba, decían que yo era muy rara porque no me gustaban sus tonterías. Me mordía las uñas en cualquier rincón mientras ellas bailaban a mi alrededor siempre riéndose.
- Vamos –me achuchaba mi madre- baila y juega con tus hermanas.
Pero yo no llevaba lazos llenos de risas en mis trenzas y nunca encontraba una excusa para sonreír.
Me sentía como una triste loncha de mortadela entre los esponjosos panes de mis hermanas, yo era la sosa, la que estropeaba el bocadillo. Siempre jugaba sola, a nada, a mirar el mundo, a contar pájaros que se paraban en nuestra tapia.
Debe ser por eso que cuando salía al patio a ver a mi abuelo leer, él siempre levantaba la vista, me sonreía despacio y murmuraba
“La princesa está triste ¿Qué tendrá la princesa?”
A mí me gustaba mucho que mi abuelo me llamara princesa y que compartiera conmigo el secreto de mis tristezas. Él nunca me decía que jugara y bailara, él me sonreía y me acariciaba el flequillo y la punta de la nariz. Luego seguía leyendo poemas al sol y recitaba en silencio mirándome.
Cuando yo aprendí a leer mi abuelo me regaló un libro de poemas y me lo dedicó con la pluma que le regalaron sus compañeros cuando se jubiló. Su mano temblaba cuando dibujó palabras que bailaban en el papel y yo leí silabeando
La princesa está triste ¿Qué tendrá la princesa?
Te quiere. Tu abuelo.
Muchas tardes me sentaba en una silla pequeña a su lado y leía en silencio como él hacía. Oía cantar a los canarios y sentía el calor del sol y el calor de las sonrisas de mi abuelo. Leía los poemas despacito y me llenaba de alegría.
Darío se tumbaba a nuestro lado y movía el rabo y las orejas contento. A ratos perseguía a los pájaros o a mis hermanas bailando y se rascaba contra las patas de la silla antes de tumbarse, otra vez, sobre los pies de mi abuelo.
Fuimos creciendo y tras cada invierno volvían a florecer los rosales y mi abuelo seguía sentándose a su lado. Yo le llevaba la silla porque a él ya le fatigaba cargar con su viejo libro de poemas. Sus manos cada vez más delgadas me lo agradecían acariciando mi flequillo y la punta de mi nariz. Darío nos miraba con sus ojos ya ciegos y arrastraba sus patas traseras hasta llegar a nuestro sitio junto a los rosales. Ya no perseguía a los pájaros, ni a mis hermanas bailando, se sentaba con nosotros y se dejaba acariciar tras las orejas.
Una tarde me di cuenta de que ya no leía, mantenía el libro cerrado entre las manos y acariciaba las suaves tapas con sus dedos desgastados.
Le miré y él me sonrió diciendo
“La princesa está triste ¿qué tendrá la princesa?”
Nuevas rosas nacieron en nuestro patio mientras el libro de mi abuelo envejecía.
Por las tardes, lento, muy lento, se agarraba a mí y dábamos pasitos muy cortos arrastrando los pies hasta llegar, por fin, a su silla en el patio junto a los rosales. Nos sentábamos al sol y él acariciaba su libro.
Una mañana Darío no se levantó de su vieja manta de cuadros y mis hermanas y yo le enterramos tras los rosales mientras mi abuelo dormía la siesta. Esa tarde al salir al patio, mientras los rayos del sol nos visitaban le dije:
-Abuelo, Darío esta mañana… -un llanto silencioso me interrumpió.
-No te preocupes- contestó mi abuelo señalando la tierra revuelta- ahí estará bien.
Poco a poco a mi abuelo se le fueron descolocando los versos y regaba a los canarios protestando a gritos porque las rosas ya no cantaban.
Se pasaba las tardes llamando a Darío
- ¿Has visto a Darío? ¿Dónde se habrá metido? No se ha bebido su agua.
Sentados al sol una tarde, mientras acariciaba su libro, de repente me preguntó:
-¿Cómo te llamas?
Yo le sonreí y acariciando su frente arrugada y
la punta de su nariz le respondí:
-La princesa está triste.
Y él me miró preocupado y cerrando los ojos al sol susurró muy bajito:
-¿Qué tendrá la princesa?
Hace once meses que mi abuelo se marchó con Darío. Una mañana no se levantó, ni pudo salir a sentarse en el patio, al sol, junto a los rosales. Dejamos que su libro de poemas le acompañara en su viaje y también dejamos que se llevara el collar de Darío.
Me costó mucho seguir saliendo al patio sola, el sol apenas me calentaba, pero podía respirar la poesía que mi abuelo dejó flotando en el aire, digerirla y convertirla en mía.
Una tarde se me ocurrió un verso, y otro y otro…
Noté que tenía el cuerpo lleno y que necesitaban salir. Busqué en sus cosas y
encontré la pluma de mi abuelo, la que le regalaron cuando se jubiló, y empecé a escribir.
Luego no pude dejar de hacerlo, cada tarde me sentaba junto a los rosales, al sol, y leía lento las palabras y los espacios blancos que había escrito el día anterior. Reuní una colección de poemas tristes, como yo, y los recitaba en silencio para que los escucharan mi abuelo y Darío.
Mis hermanas los movieron por ahí mientras yo veía crecer las rosas. Imagino que fue bailando y entre risas, la verdad es que no se como, pero consiguieron que los publicaran.
Esta tarde, en el patio, sentada al sol junto a los rosales, acaricio mi libro de poemas antes de mandarlo a la imprenta y escribo, dibujando palabras que bailan en el papel, la dedicatoria que mi editor espera.
“Para mi abuelo que leía poemas al sol y a las princesas tristes”