viernes, 15 de octubre de 2010
Estaba sentado en una mecedora de mimbre y se acariciaba una larga barba blanca. Una suave brisa rozaba su rostro llenándolo de vida a cada paso.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una mariposa de vivos colores, que revoloteaba alrededor de una de las miles de flores que rodeaban el paraje. Y una pacífica sonrisa se abrió paso por las comisuras de sus labios, mientras se imaginaba correteando con ella e impregnándose de libertad. Aquella libertad que había buscado durante toda su vida y que ahora era la esencia de su espíritu.
Todavía tenía ilusiones y sueños que él aseguraba vería realizados desde su propio recuerdo. Pero había una tristeza permanente en aquel alma madura e infantil que habitaba un cuerpo débil y degenerado.
Había tenido que rendir sus armas renovadoras ante la putrefacta civilización, y abandonar su revolución vital ante unos hombres incapaces de ir más allá del consumismo, la competencia y el deseo de conocer dominando; incapaces de ir más allá de su cuerpo y elevar su mente hasta lo inalcanzable. Se sentía frustrado por ello, pero, a pesar de sus múltiples desengaños, mantenía la esperanza de que el hombre, mientras siguiera sonriendo ante el revolotear de una mariposa, algún día conseguiría liberarse de toda atadura innecesaria.
Ramón Acín
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